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Hannah Arendt, Martin Heidegger, correspondencia

La edición de Herder.

La edición de Herder.

Martin Heidegger me provoca una profunda antipatía. No es sólo su adscripción al nazismo, su servilismo ante la chusma en armas que se apoderó de Alemania y de Europa, su despreciable adaptación al mundo de la posguerra que se inauguró con el estampido de un tiro de pistola en el bunker de la Cancillería del Reich; es que Heidegger es el mejor ejemplo de alemán que, enredando los significados en un caos sintáctico pasa, de puro vano, por profundo, verbigracia: “En su familiaridad con la significación, el ser es la condición óntica de la posibilidad de la descubribilidad [Entdeckbarkeit] del ser, que se encuentra en la manera de ser del estado (disponibilidad) en un mundo, y puede conocerse así en un en sí”.

Sin embargo, de esto ya dio cuenta Theodor Adorno en las escasas 120 páginas de «Jargon der Eigentlichkeit» (en castellano «La ideología como lenguaje»).

Lo que resulta amargo, más irritante e incomprensible de la vida y hechos de este envanecido alemancito, son sus amores con Hannah Arendt, algo que se mantuvo a lo largo de la vida de ésta, más allá de toda racionalidad y propósito e incluso más allá de cualquier hermosa literatura.

En 1950 Hannah Arendt se encontró nuevamente con un viejo Heidegger y escribió lo siguiente a Heinrich Blücher, el hombre que posiblemente lo había sido todo para ella: «En el fondo me siento feliz simplemente por la confirmación de que yo tenía razón al no olvidar…».

¿Tenía razón en no olvidar a Martin Heidegger?. Ella sabría por qué, pero confirmar, consumida ya la vida, que existía razón para no olvidar, requiere más verdad de la que pudo caber nunca en la maldita jerga existencialista, en la impostura sostenida de ese venerado y pobre diablo que atendía al nombre de Martin Heidegger.

 

Hannah Arendt, Martin Heidegger. Correspondencia 1925 – 1975