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NEGRÍN: «ANTES DE HABLAR DE ARMISTICIO, HAY QUE DESARMAR Y PACIFICAR LA RETAGUARDIA»

Juan Negrín y su ministro de la guerra, Indalecio Prieto

Juan Negrín y su ministro de la guerra, Indalecio Prieto

Asistimos, últimamente, una una discreta pero tenaz reivindicación de Juan Negrín (en la fotografía junto Indalecio Prieto, otro de los personajes más retorcidos de la reacción «republicana»). Historiadores tan proliberales, tan demócratas, tan morigerados como Angel Viñas, Paul Preston o, incluso, más escorados hacia el PCE, como Julio Aróstegui, han enarbolado el pendón de esta causa.

A pesar de no negar la preponderancia del PCE y su influencia a partir de la primavera de 1937, no sólo se subraya el incansable esfuerzo de Negrín por recuperar la legalidad y reconstruir el Estado y sus instrumentos, por controlar a los «incontrolados» y por «centralizar el esfuerzo de guerra», sino que se descubre y afirma que este tipo no era un pelele de Moscú, es decir, de Stalin.

Todo esto es cierto, sobre todo lo último. Negrín no fue un hombre subordinado al PCE, sino que encontró en los stalinistas el único aliado con fuerza y medios capaz de servirle, a él y a Prieto, en su propósito declarado de liquidar definitivamente la revolución del 19 de julio; y juntos lo consiguieron.

En tal sentido, el libro de Paul Preston, El Holocausto Español, alcanza cotas de libelo en su capítulo 11, titulado «La Lucha de la República contra el Enemigo Interior». Supuesta esta obra como un estudio de la represión durante la guerra en ambos bandos, los esfuerzos que se hacen en él para ocultar, falsear y obviar la represión stalinista contra la revolución oscilan entre lo patético y lo ridículo.

Trata decorosamente el asesinato de Nin, incluso le dedica alguna página a los asesinatos de Erwin Wolf y Kurt Landau, en este último caso para, aprovechando las acciones de protesta de su esposa, Katia Landau, contarnos cómo Negrín concedía a los presos unos derechos inimaginables entre los fascistas; pero cuando se refiere a la orden de Negrín de suspender la investigación del asesinato de Nin dice: «Negrín, aunque apoyó la destitución de Ortega y recelaba completamente de Orlov, no pensaba permitir que las nuevas revelaciones minaran la unidad del Consejo de Ministros, por lo que tomó la difícil decisión de suspender la investigación, pues del mismo modo que se oponía a la represión fuera del marco oficial, creía también que la rebelión temeraria del POUM, que de hecho equivalía a traición, no podía tolerarse en tiempos de guerra».

Más grave aún es la forma en que se silencia el contenido de la represión del aparato policiaco puesto en pie por este hombre y por Prieto, el creador del SIM (Servicio de Inteligencia Militar). Al respecto afirma lo siguiente: «La República, al igual que otras sociedades democráticas cuya existencia se ve amenazada, adoptó prácticas contrarias a la democracia, como la censura, el internamiento sin juicio previo, la suspensión de las libertades civiles, la prohibición de las huelgas en las industrias esenciales y el servicio militar obligatorio. A fin de poner al descubierto redes de la Quinta Columna y conseguir confesiones, a partir de mayo de 1938, el SIM llevó a cabo detenciones ilegales, y en ocasiones sus agentes utilizaron refinados métodos de tortura».

De lo anterior, el inocente lector deducirá que tales prácticas iban dirigidas contra fascistas y quintacolumnistas y en esa deducción se equivocará mucho, porque ni para Stalin, quien en el año 38 tenía ya más que pergeñado su pacto con Hitler, ni para Negrín, que estaba formulando su política de «reconciliación nacional con los buenos españoles», aquel era momento oportuno en el que ensañarse con los fascistas, sino todo lo contrario.

De hecho, tan pronto como en 1937, con su gobierno recién constituido y ante los rumores de un inminente armisticio, Negrín declaró: «Antes de hablar de armisticio, hay que desarmar y pacificar la retaguardia», es decir, antes de rendirse a Franco hay que desarmar a los milicianos, al proletariado en armas, y liquidar definitivamente la revolución.

Y eso es lo que hizo Negrín, con la imprescindible cooperación del PCE y los rusos, a través del SIM y del Tribunal Especial de Espionaje y Alta Traición, del que Preston dice que reflejaba «la firmeza de Negrín ante los desacatos a la autoridad del estado», desacatos que no eran «cometidos» por los fascistas, sino por los Comités obreros, las colectividades y los milicianos, es decir, por los revolucionarios.

Así, el liberal historiador dice: «En Cataluña, donde los tribunales eran con mucho los más activos, se dictaron 173 penas de muerte entre diciembre de 1937 y diciembre de 1938″ sin que merezca la pena dar una razón de por qué esos tribunales de excepción eran tan activos en Cataluña. A fin de cuentas, todo el mundo sabe que era en allí donde la revolución social había echado las raíces más hondas y donde los militantes de la CNT y el POUM (también en la medida de sus escasas fuerzas, los trotskistas de Munis o de Fosco) debían ser reprimidos con mayor dedicación.

No tenemos, en definitiva, una historia de la represión contrarevolucionaria de la República, nadie tiene interés en contar quienes y cuántos eran los presos de la checa de Vallmajor o «Preventorio D» o del «Preventorio G» de la calle de Zaragoza, ambos regentados por el SIM, o del convento de santa Úrsula, prisión controlada por el PCE, o de los seis campos de concentración que el SIM puso en funcionamiento desde abril de 1938, el más grande de los cuales era el Albatera, en Alicante; lo que sí sabemos es que esas prisiones, las conocidas y las clandestinas, fueron el instrumento con el cual Negrín y el PCE cumplieron su propósito de «desarmar y pacificar la retaguardia», de liquidar la revolución, «antes de hablar de armisticio».