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Pusilánimes

Largo Caballero y Margarita Nelken

Largo Caballero y Margarita Nelken

Ochenta años hace de la COMUNA DE ASTURIAS, y ochenta años también, de la traición.

El 7 de noviembre, ante la Comisión de Suplicatorios de las Cortes, que debatía si retirarle la inmunidad para que fuera juzgado por los hechos de octubre, este hombre dejó prueba de su cobardía: «Yo estuve en mi casa, como digo, y di orden de que a cualquiera que fuera a preguntar por mi, le dijeran que no estaba. Di esa orden, como ya la había dado en otras ocasiones, porque no tenía ninguna intervención, no tenía nada que ver con lo que pudiera ocurrir, yo no quería ponerme en contacto con nadie, absolutamente con nadie».

Pocas cosas resultan más ridículas en nuestra historia que haber llamado al hombre de la fotografía «el Lenin español». Si Alcalá Zamora da el gobierno a Gil Robles, habrá revolución, dijo. Se crearon las Alianzas Obreras, a las que convirtió en nada y un Comité Revolucionario del que hizo un vano aspaviento.

El 26 de septiembre del 34, la CEDA provocó la crisis de gobierno. Largo Caballero y los suyos amenazaron con la revolución, suficiente, la amenaza, digo, para que estos hombres, confiados en la lealtad «republicana» de Alcalá Zamora, un terrateniente andaluz, reaccionario y monárquico hasta la víspera, se dieran por satisfechos… Y no se hizo nada.

El 3 de octubre, se le informa al «Lenin español» de que habría participación de la CEDA en el gobierno. Su respuesta fue: «Hasta que no lo vea en la Gaceta, no lo creo». Lo tuvo que creer un poco antes, cuando el nuevo Gobierno declaró el estado de guerra y un puñado de soldados se presentaron allí. «La suerte estaba echada», declamó este Julio Cesar del proletariado español.

Y para asegurar que la suerte no era desfavorable a la República capitalista, la UGT avisó con un día de antelación de la convocatoria de una «huelga general pacífica». Gil Robles aprovechó el amable aviso de Largo Caballero para practicar detenciones en masa de jefes «revolucionarios» y miembros dudosos de la policía y el ejército, que el día de la revolución seguían en sus casas y en sus locales, pacíficos y sin armas, pues la revolución de Largo Caballero era una «huelga general pacífica».

Dice Preston, en su biografía del mísero Carrillo: «Es más, durante la crisis se vio a los líderes socialistas conteniendo el fervor revolucionario de sus seguidores… Una vez constatado que las amenazas revolucionarias no habían disuadido a Alcalá Zamora de incorporar la CEDA al Gabinete, los líderes socialistas se escondieron en una madriguera. No se distribuyeron armas y las masas tampoco recibieron instrucciones. No se había trazado ningún plan para iniciar un levantamiento».

Cierto, la huelga general era pacífica y las muchedumbres de obreros en Madrid pasaron días esperando instrucciones y armas que no llegarían porque ni las había, ni había nadie que las quisiera dar. Largo Caballero, el Lenin español se escondió. La República Catalana, inhibida la CNT, duró diez días, lo justo para dar tiempo al Gobierno a disparar el primer cañonazo y dar pretexto a Companys para rendirse… y Asturias se quedó sola frente a la Legión y los moros.

Seguro que era cierto que Largo Caballero tenía una «honradez» que ninguno de los otros jefes socialistas alcanzaba, seguro que estaba muy por encima de despreciables sujetos como Prieto o Besteiro, pero de nunca la honradez ha impedido la pusilanimería. En el siguiente envite, los mismos cobardes, los mismos personajes, los mismos comediantes, toda esta fruslería humana, forjaría el triunfo de Franco y el fin de la esperanza.