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LA JAURÍA DE LOS IMBÉCILES

Hannah Arendt

Hannah Arendt

Cuando Hannah Arendt comenzó la publicación de los textos que luego serían su «Eichmann en Jerusalén» la quisieron quemar. Había dicho que Adolf Eichmann era un imbécil, un ser humano sin más atributos que su «incapacidad de pensar» o cuyo pensamiento se construía mediante el encadenamiento de un número limitado de «topoi», de fórmulas lingüísticas, de tópicos, es decir, un idiota normal y corriente de los paridos por el siglo XX, un «hombre masa». No era ni siquiera uno de esos bohémiens en armas, un lumpen de los que había producido la Gran Guerra y que Hitler encarnó mejor que nadie. Tampoco era un jovial delincuente como Göring o un sádico pervertido como Reinhard Heydrich; sólo era un zafio oficinista que cumplía diligentemente con sus obligaciones, un hombre normal; y esto, para la jauría de los otros imbéciles, era intolerable pues el «nazi» tenía que ser un monstruo, una anomalía, una aberración, un psicópata sanguinolento.

Como los idiotas, aunque esto sea una tautología, son idiotas, los idiotas judíos que se ensañaron contra la Arendt por esta afirmación, no repararon en la identidad de argumento y propósito de sus diatribas, con la forma en que Alemania -un país en el que después de 1945 nadie había sido nazi y todos decían haber sido emigrantes interiores- eludía su responsabilidad por el exterminio. Tampoco repararon en la coincidencia de lo que decían con la historiografía general sobre la Segunda Guerra Mundial, una historia que, por sistema, considera el universo concentracionario como una extravagancia en la racionalidad que la economía, el gobierno y la propia guerra, imponían en todas partes, también al tirano.

Sin embargo sí hubo nazis en Alemania, sí hubo complicidad de los alemanes con el exterminio, y el sistema concentracionario, como experimento de un modo de dominio total, no fue una anomalía inducida por un psicótico y sus secuaces, sino la manifestación central, revolucionaria (en el sentido de hecho sin precedentes que desmenuzaba e invertía cualquier acto y relación humana) de una novísima forma de poder.

Hoy en día, esto que digo, no debería estar en discusión después del libro de Christopher R. Browning, Ordinary Men (hay traducción al castellano en Edhasa con el título «Aquellos hombres grises») o incluso, después del muy criticado texto de Daniel Goldhagen: «Los verdugos voluntarios de Hitler; pero, por lo que se ve, lo está y la jauría de los idiotas se revela contra la posibilidad de convivir con la fría normalidad del mal absoluto, con el hecho de que en su normal idiotez exista la posibilidad del mal absoluto, con el hecho de que ese mal nazca de la opción que todos ellos tienen entre saber e ignorar y de que, ante esa elección, ellos prefieran la confortable y banal templanza en la que viven los ignorantes.

Pero lo que hizo que la jauría de idiotas dejara de ladrar para ponerse a aullar, fue otra cosa dicha por la Arendt, a saber: que los órganos administrativos judíos creados por los nazis en los guetos colaboraron activamente en el exterminio. Se gritó que, en esta apoteosis de su traición de renegada, la judía Hannah Arendt equiparaba a las víctimas con los verdugos, a los hombres buenos con los monstruos, a los sometidos a una compulsión radical, con los asesinos.

En realidad, la jauría de los imbéciles, que por imbéciles además suelen ser poco leídos o desvergonzadamente cínicos, culpaban a Hannah Arendt de un descubrimiento que no era suyo y que ella nunca quiso atribuirse, porque el libro es profusamente citado en el «Eichmann». El colaboracionismo diligente de los Judenräte (Consejos Judíos) con el exterminio está detalladamente documentado en la monumental, exhaustiva e irrebatible obra de Raul Hilberg: «La destrucción de los judíos de Europa» (existe edición en castellano en Akal al intolerable precio de 115 €) pero la jauría de los imbéciles no puede aceptar que la condición de víctima no santifique, que los canallas, los cobardes, los tontos, los serviles, los malvados, los parásitos, los ventajistas, los sinvergüenzas, los depredadores o las alimañas, también pueden ser víctimas y que en las situaciones límite en las que las condiciones más elementales de la vida se rarifican hasta el extremo, esta miseria humana emerge y envenena más que en ninguna otra situación. Sin embargo la compulsión no es bastante como para negar la existencia real, verbigracia, de un individuo como Mordechai Chaim Rumkowski, que estaba al frente del Consejo Judío del gueto de Lodz.

Es verdad que el caso de Rumkowski es extraordinario en su grotesca pompa, pero también es cierto que a los nazis nunca les faltaron «administradores» judíos, policías judíos, soplones judíos, canallas judíos. La víctima es pura en su condición de víctima, no en su condición humana, sin embargo esta distinción parece excesiva para la jauría de los idiotas, para quienes siempre es mejor negar los hechos si así su virtud prevalece.

También se escupió veneno contra Hannah Arendt a causa de las cuestiones jurídicas planteadas, cuestiones que siguen vivas en la dogmática penal y que aparecieron, por primera vez, con los procesos de Nuremberg: la posibilidad de la aplicación retroactiva de un derecho penal nuevo, la obligación de castigar hechos no tipificados en ninguna ley, porque eran hechos sin precedentes, pero de tal condición que hacían imposible la impunidad, la definición de la autoría en un contexto en el que, por sistema, esa autoría del delito se diluía en múltiples hechos, la mayoría de ellos inocuos, cometidos por distintos sujetos dentro de una cadena administrativa organizada al modo de las modernas fábricas capitalistas, la contradicción entre un delito en el que, cuanto más cerca se está de la víctima, menor es la responsabilidad del autor, el derecho de Israel a secuestrar y a ejecutar a Eichman en tanto que Estado judío, o la causa de la que los jueces de Eichmann disponían para mandarlo a la horca, la causa de su condena.

Al plantear todas esta preguntas, todas estas cosas que estaban en cuestión, Hannah Arendt sólo resumió los problemas jurídicos a que nos sigue enfrentando el exterminio, problemas que están abiertos y siguen buscando una solución (véase Claus Roxin: Autoría y dominio del hecho en Derecho Penal) pero para la jauría de los idiotas, las cosas son siempre simples.

De todas formas, todo esto ya sólo debería ser materia histórica, una polémica zanjada, parte de la historia del libro de la Arendt, sin embargo no. Al parecer la jauría de los idiotas es tenaz y ahora, con motivo de la película de Margarethe von Trotta, vuelven los ladridos. ¡Qué infinito cansancio! ¡Qué fatigoso es zozobrar una y otra vez en esta laguna de fantoches y cínicos!.

http://www.lecturasinegoismo.com/2012/10/hannah-arendt-eichmann-en-jerusalen.html?qHannah Arendt

http://elpais.com/elpais/2013/07/25/opinion/1374764105_218903.html