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«EL CAMARADA STALIN ESTÁ DURMIENDO»

Leopold Trepper, el jefe de la Orquesta Roja (“Die Rote Kapelle”)

Leopold Trepper, el jefe de la Orquesta Roja (“Die Rote Kapelle”)

El único hombre en el que el sátrapa confió hasta más allá del último momento, fue Hitler. Ya no se discute que Dzhugashvili, ese visionario de la revolución mundialmente fracasada, ignoró una vez tras otra, las informaciones que advertían, detalladamente, del día, la hora, la disposición de tropas, los planes de ataque y las líneas de avance de la operación Barbarroja.

Ignoró la información suministrada por americanos e ingleses, pero, aún más la proporcionada por sus propios hombres, por sus propios servicios, por el admirable trabajo de la mejor y más eficiente red de espionaje de aquellos años: Die rote Kapelle, la Orquesta Roja.

En pocas cosas se puede apreciar el grado de miseria humana que Stalin cultivó a su alrededor, como en la circular (citada por Bullock) enviada el 20 de marzo, por el general Golikov, jefe del servicio de información del ejército, a los agentes del GRU: «Todos aquellos documentos en los que se afirme que la guerra es inminente han de ser considerados como falsificaciones procedentes de fuentes británicas o incluso alemanas». Golikov no podía dejar que los hechos contradijeran el criterio de su amo.

Al desencadenarse el ataque alemán el oseta sanguinario había dejado el Kremlim camino de su dacha de Kuntsevo. Cuando el almirante Kuznetsov intentó informarle de los bombardeos sobre Sebastopol no pudo encontrarlo. A las tres treinta de la madrugada Zhúkov y Timoshenko tenían noticias de los bombardeos sobre Minsk, Kiev y los estados bálticos. Zhúkov disponía del número personal del camarada Stalin, así que llamó directamente a Kuntsevo. Cuando consiguió comunicar, el general de servicio le respondió: «El camarada Stalin se encuentra durmiendo».

Días después, al ser puesto al corriente de la situación de Minsk, el gran timonel, el genial estratega, el sol de la revolución, perdió la compostura. rompió en gritos e insultos, luego pidió su coche y ordenó que le llevaran a casa. Entre el 23 y el 30 de julio no existen órdenes ni documentos firmados por Stalin. Durante tres días nadie le vio ni supo de él. Sobre ello su hija Svetlana escribió:

«No había podido adivinar ni prever que el pacto de 1939, que consideraba como el resultado de su enorme astucia, sería violado por un enemigo mucho más astuto que él mismo. Esta fue la verdadera razón de la profunda depresión que sufrió a comienzos de la guerra. La causa de su abatimiento fue su fabuloso error de cálculo político. Incluso cuando la querra ya había terminado, adquirió el hábito de repetir: ‘¡Ah, junto con los alemanes hubiésemos sido invencibles!’. Pero jamás reconoció sus errores».

En realidad parece que el abatimiento de este miserable, que quería ser invencible junto con los nazis, no se debía ni siquiera al bochorno que le causaba su propia estupidez, sino al terror pánico de ser detenido y pasado por las armas. Mucho después, en mayo del 45, les decía a sus podencos: «gente distinta a vosotros habría dicho a su gobierno: no habéis sabido estar a la altura de nuestras expectativas. ¡Fuera! Pondremos a otro gobierno que pueda concluir la paz con Alemania!».

El seminarista había matado hombres y los había sustituido por peleles a los que él mismo despreciaba, por eso, Leopold Trepper, el jefe de la Orquesta Roja, tenía razón al decir:

«El estallido de Octubre se extendió en la oscuridad de los sótanos subterráneos. La revolución había degenerado en un sistema de terror y de horror: los ideales del socialismo estaban ridiculizados por un dogma fosilizado que los verdugos tenían todavía la desfachatez de llamar marxismo. Todos los que no se sublevaron contra la máquina stalinista son responsables de ello, colectivamente responsables. No hago excepciones y no escapo de este veredicto«.

Lo insólito, lo que hace hervir la sangre, es que el hombre que hizo eso, que encarnó eso, sigue ensuciando el aire presente con el polvo de sus cenizas, que aquella mendacidad asesina se ha prorrogado y nos alcanza, que aún hoy esa polvareda se levanta y colabora con el enemigo para enterrar lo sucedido y prevenir lo que podría suceder, que la latría al impostor persiste, que persiste su impostura, que su ponzoña no se deteriora.