El pacto Hitler-Stalin no provocó ninguna inquietud entre los jefes estalinistas que habían huido a tiempo de España. El argumento de Carrillo era eficaz: las potencias democráticas nos han traicionado, «que se enteren ahora estos hijos de puta». La posición tuvo que cambiar cuando Hitler invadió la URSS. Dimitrov dio un nuevo giro y ordenó a los títeres del exilio español que procuraran la unidad de todas las fuerzas antifranquistas.
En agosto del 41 se hizo un llamamiento a una coalición de fuerzas republicanas, pero un mes después, la Pasionaria, ese mito del subsuelo español, esa Dolores que veríamos en Madrid, como decía la canción, no es que fuera más lejos, es que volvió a la política de «reconciliación nacional» que en el 38 había llevado al PCE a tender los brazos abiertos a los «buenos españoles» de Franco.
Esta mujer, de la que la desmemoria y la ignorancia han hecho un mito, firmó un «Manifiesto por la Unión Nacional» con el que pretendía una alianza con monárquicos y falangistas más o menos disidentes y ofrecía apoyo a una vuelta de la monarquía con una mera referencia a una asamblea constituyente.
La Pirenaica -Preston, El Zorro Rojo, pag. 131- «cesó sus ataques contra muchos miembros de la coalición franquista, excepto los falangistas más progermánicos y generales belicosos como Juan Yagüe y Agustín Muñoz Grandes. Cada domingo se emitía incluso un programa para católicos en el que Dolores Ibárruri hablaba del espíritu humanitario de la cristiandad».
La mítica «revolucionaria» no tenía ningún pudor en lamer las botas de los fascistas españoles, como no lo tuvo luego en lamer las suelas del Borbón, pero es que en España somos pródigos en la hiperdulía a vírgenes muchas, no importa lo manoseadas que estén.