El asunto de Paracuellos no me interesa en absoluto. Mola dijo que tomaría Madrid con la «quinta columna» y era derecho de los obreros madrileños el de destruir a balazos esa quinta columna. Por otro lado, Preston ya ha establecido minuciosamente la necesaria responsabilidad de Carrillo en el asunto. Bien ¿y qué? Para algo bueno que hizo no seré yo quien se lo reproche.
Lo que sí tiene interés al respecto, lo que define la catadura del personaje que muchos años después impusiera «El Pacto de la Libertad» con la plutocracia capitalista del posfranquismo, es algo que también cita Preston en su biografía (El Zorro Rojo, pag 99 -lo de «rojo», debe ser una caridad que Preston le hace a Carrillo-):
«En una entrevista con Ian Gibson, Carrillo aseguró que no tenía nada que ver con las actividades de la Delegación de Orden Público y culpa de todo a Serrano Poncela. Por otro lado, alegaba ‘La única intervención que tengo es que, a los quince días, tengo la impresión de que Segundo Serrano Poncela está haciendo cosdas feas. Y le destituí’. Supuestamente, Carrillo había realizado un descubrimiento a finales de noviembre: ‘Se están cometiendo arbitrariedades y este hombre es un ladrón’, y adujo que Serrano Poncela tenía en su posesión joyas robadas a los detenidos, además de afirmar que se había ponderado su ejecución. El continuado protagonismo de Serrano Poncela en las JSU desmiente lo anterior… Es inconcebible -añade Preston con toda la razón- que Carrillo, como máxima autoridad en el ámbito del orden público, lo ignorara. A fin de cuentas, pese a sus afirmaciones posteriores, recibía partes diarios de Serrano Poncela».
Es evidente que sería mucho pedir que un reptil camine erguido y Carrillo murió sin tener el valor elemental de aceptar que en la guerra, al enemigo, se le mata y que él, aún siendo demasiado menguado para matar por propia mano, sí se atrevió a mandar matar, por una vez, en su puñetera vida, a falangistas y militares enemigos.
Digo esto aquí, porque la realidad es contingente y no se llega a donde hemos llegado porque la existencia sea empujada por fuerzas ciegas, por el infortunio o por el destino, sino porque ciertos hombres son quienes son y hacen lo que hacen.
Este sujeto, que definía como «cuento de hadas», sic, su estancia en el hotel Savoy de Moscú, el coche con chófer que se puso allí a su disposición, el trato de igual a igual con Dimitrov y la abundancia de caviar con la que los rusos le alimentaron y otras excelencias de los festejos estalinistas; aceptaría, décadas después, con el mismo desparpajo y la misma villanía, los abrazos de Fraga, los agradecimientos del Borbón y los premios y patrocinios de la oligarquía franquista… Pero todo eso era por lo de la «política de reconciliación nacional», política que, por cierto, no inventó él, sino sus amos de Moscú en los tiempos del glotón Negrín.