Mientras esperaba en prisión este momento, el del juicio severo de la soga, Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz-Birkenau, escribió sus particulares confesiones y en ellas, el hombre que organizó eficientemente el Infierno en forma de ciudad de 250.000 habitantes, se permitía dictar un juicio moral sobre sus víctimas:
«Uno podría pensar que la similitud de destino y de sufrimientos, debió forjar entre los detenidos vínculos indestructibles. En realidad ocurrió todo lo contrario. El egoísmo feroz no se manifestó en ninguna parte tan brutalmente como en el Campo. El instinto de conservación incita a los hombres a tomar una actitud tanto más egoísta, cuanto más difícil es su vida.
Incluso las naturalezas que se habían demostrado benévolas y amables en la vida cotidiana, se ponen, en las duras condiciones de la detención, a tiranizar a sus compañeros de infortunio en tanto que eso les da la posibilidad de mejorar, por poco que sea, su propia suerte». (Le commandant d’Auschwitz Parle, pag 147. La Découverte, Paris)
No es cinismo, ni sarcasmo. El hombre que gestionaba la administración pródiga de lo insufrible hasta apagar la propia condición humana, incluso la propia naturaleza del animal humano, se sorprende, sinceramente, de los efectos que contempla pero es incapaz de ver, de comprender, la culpa que le concierne en la construcción de ese infierno artificial. El colapso del juicio ético es completo y eso no tendría demasiada importancia si sólo hubiera afectado a este hombre, pero no fue así, sino todo lo contrario. Ese colapso fue general y endémico, fue el fenómeno que afectó a todos ellos, a todos esos administradores del Estado SS que resistieron tenazmente a la tentación de no pervertir la oposición entre el bien y el mal y que infectó a Alemania entera.
«Debo, por tanto, reconocer mi culpabilidad. Me daba cuenta que ese servicio (la comandacia de Auschwitz-Birkenau) no me convenía porque no estaba de acuerdo con los métodos aplicados por Eicke. En mi fuero interno me sentía muy solidario con los internados, habiendo yo mismo vivido mucho tiempo la penosa existencia de un prisionero… Sometido a lo inevitable, no quise matar en mi los sentimientos de compasión por la miseria humana. Siempre los aprové, pero en la mayor parte de los caso no los tuve en cuenta porque no me estaba permitido ser ‘blando’. Para no ser acusado de debilidad, debía tener la reputación de un duro». (Le commandant d’Auschwitz Parle, pag 92. La Découverte, Paris)
La estupidez frente a la enormidad sin precedente, la incapacidad de un hombrecillo idiota para medir y distinguir entre lo trivial y lo indecible. No eran monstruos, eran idiotas, simples y normales sujetos del mundo moderno, imbéciles inofensivos de esos con los que todos, todos los días, nos cruzamos a decenas. Esto es la banalidad del mal, la evidencia de que mucho más daño hace un tonto que un malvado.